
Son las 8 de la tarde y ya casi toda la plaza está cubierta en sombras. Sin embargo, aún queda esa sensación de calidez que un sol intenso deja en el ambiente, impregnando el suelo de las calles, la pintura de las paredes y el hierro de los bancos- prefería los bancos de piedra, pero ya casi no quedan. El viento sopla lo suficiente para dejar de llamarlo brisa. Y hace que se muevan las hojas de las inmensas palmeras que rodean la plaza. Con el ruido de su roce, con su entrechocar de fondo, es fácil olvidarse del resto del mundo que me envuelve para concentrarme en mi libro.
El libro. Otra de las maravillas de esta tarde. Me gusta sentir su peso sobre mis manos, concentrarme en él y viajar a otros mundos, vivir otras vidas a través de la tinta y el papel.
A veces, el rumor de pasos que se acercan hace que levante mi mirada, que extraviada, como si acabase de despertar y no reconociese el lugar, busca la figura que la ha hecho volver a la otra realidad, la que aparece al cerrar un libro. Es entonces, cuando me divierto al analizar el significado de las miradas que se encuentran con la mía. La mirada complice de quien conoce el placer de leer. Ésta siempre va acompañada de una sonrisa a la que correspondo. La mirada extrañada de una adolescente que no entiende. La sana envidia del apresurado. La curiosidad del niño.
Después los pasos se alejan y yo pierdo mi mirada en ninguna parte. Respiro hondo, cierro los ojos durante un segundo, justo antes de volver a sumergirme en esa otra vida que me está esperando en el tacto del papel. Hoy soy Ruth, la directora de cine famosa pero principiante con la que un día soñó Lucía Etxebarría.